Saturday, August 26, 2006
Me van a matar todos aquellos (no creo que sean muchos, pero igual) que visitan mi blog, pues no he publicado casi nada últimamente y, quizás, no verán nuevamente ninguna publicación original. Me encuentroi atareado en ciertas correcciones de estilo y no logro tener tiempo libre para dedicarlo al blog.
Monday, August 21, 2006
Aj de medianoche en Invierno
¡Ah! ¡Invernales noches!
¡Frío cavernoso y brioso anhelo!
Me encierro en gabinetes, cabinales y cubículos,
en claustros imposibles, garitos,
cuchitriles laberínticos infestados por el propio polvo
de las momias quiméricas de mis cavilaciones
y solo encuentro desolación.
Y de nada sirve
que intente elevarme por los cielos,
que busque,
en el trepidar nervioso de mis pasos,
en el eco de mi camino en las callejas,
satisfacción de un suspiro
o una roca melancólica
en que chupar savia y moho triste.
¡No encuentro solaz!
Porque adonde fui adonde he ido adonde vaya adonde fuere
me acompaña la bestia del silencio
--¡es tu ausencia!--
y me acecha
el tormentoso sino, el pensar solo
de la vorágine de mi cerebro
y no puedo librarme del recuerdo
y me queda unícamente el beso tuyo
o el de la Muerte,
beso que deberé tomar pues
tú te me escapas en otras tierras
y, para mí, esté donde estuviere,
no existe el sueño
con que se sacia mi lecho temible y
encarnado:
¡No estás!
¡Y el tiempo no corre mientras no llegues!
¡Ah! Infernales noches...
1990, Nueve de abril, Eduardo Roca.
¡Frío cavernoso y brioso anhelo!
Me encierro en gabinetes, cabinales y cubículos,
en claustros imposibles, garitos,
cuchitriles laberínticos infestados por el propio polvo
de las momias quiméricas de mis cavilaciones
y solo encuentro desolación.
Y de nada sirve
que intente elevarme por los cielos,
que busque,
en el trepidar nervioso de mis pasos,
en el eco de mi camino en las callejas,
satisfacción de un suspiro
o una roca melancólica
en que chupar savia y moho triste.
¡No encuentro solaz!
Porque adonde fui adonde he ido adonde vaya adonde fuere
me acompaña la bestia del silencio
--¡es tu ausencia!--
y me acecha
el tormentoso sino, el pensar solo
de la vorágine de mi cerebro
y no puedo librarme del recuerdo
y me queda unícamente el beso tuyo
o el de la Muerte,
beso que deberé tomar pues
tú te me escapas en otras tierras
y, para mí, esté donde estuviere,
no existe el sueño
con que se sacia mi lecho temible y
encarnado:
¡No estás!
¡Y el tiempo no corre mientras no llegues!
¡Ah! Infernales noches...
1990, Nueve de abril, Eduardo Roca.
Saturday, August 19, 2006
Muerte
Este poema lo escribí hace poco. No es que sea de mi mayor gusto. Espero los comentarios de mi público, no sé qué me dirán... No sean tan duros conmigo.
E en los brazos de la Muerte
Montaigne no la recordó,
que en el vivir,
pensóla e, de noche e día,
la guardó en el corazón
hasta el morir,
cuando olvidóla.
E fue en el conticinio
que a él llególe la muerte
e, moribundo,
remembró los días de Agosto,
e los pexes, e las fuentes
de este mundo,
la Muerte es sola.
Sorel Tobar de Arza, Coplas, 1615
Montaigne no la recordó,
que en el vivir,
pensóla e, de noche e día,
la guardó en el corazón
hasta el morir,
cuando olvidóla.
E fue en el conticinio
que a él llególe la muerte
e, moribundo,
remembró los días de Agosto,
e los pexes, e las fuentes
de este mundo,
la Muerte es sola.
Sorel Tobar de Arza, Coplas, 1615
Y, cuando estaba al borde de la muerte,
se agarró el corazón con ambas manos.
Era filósofo, pensador, literato,
sabio, docto y exegeta
y tenía en su biblioteca
no sabía cuántos volúmenes
que le hablaban de la muerte.
Había escrito, a su vez,
su buena cuota
de cavilares y meditaciones
pero, extrañamente,
el final fue distinto a todo lo pensado.
se agarró el corazón con ambas manos.
Era filósofo, pensador, literato,
sabio, docto y exegeta
y tenía en su biblioteca
no sabía cuántos volúmenes
que le hablaban de la muerte.
Había escrito, a su vez,
su buena cuota
de cavilares y meditaciones
pero, extrañamente,
el final fue distinto a todo lo pensado.
No se le ocurrió, por un segundo siquiera,
la idea de la muerte.
En cambio, vio, entre las paredes del recuerdo
una profunda laguna:
brillaba como un espejo.
Observó los edificios de su infancia
y una mariposa se abrió paso en el aire
y se esfumó entre las llamas de la ardiente bujía,
con su vida.
Friday, August 18, 2006
Íncipit de "La casa negra" (desafortunadamente incompleto...)
Lastimosamente no he podido publicar el primer capítulo de mi novela en su integridad.
Me tocó hablar con ciertos señores trajeados de corbatín y pesados de burocracia de, pongámoslo así, alto turmequé, solamente para que me permitieran mostrarles este íncipit, pero más allá, según ellos por el bien de la editorial y de mi propio triunfo (¿ellos qué saben? de algo debe servir este blog, ¿no creen?, quizás pueda permitir mayor difusión de los escritos y sus autores), nada puede hacerse.
Espero, pues, que disfruten lo que aquí he logrado rescatar para ustedes de mis propios escritos, para lo cual, nótese bien, tuve que enfrentarme a una serie de puertas casi tan eterna que me sentí en un relato de Kafka.
LA CASA NEGRA
LOCA
Mariana abrió los ojos esa mañana con cierta pesadez en los párpados. Aún no creía, aún no la dejaba tranquila la idea de que sus padres la vieran como a un ser huraño y demencial, como a una completa loca que habitaba bajo su techo. Era como si fuera hija de otros padres, ni siquiera el producto de la infidelidad de la madre con el lechero que, en este caso, debería ser un lechero loco (¿quién se atreverá a relacionar su enfermedad con la de las vacas, tan similar de nombre?). Todo indicaba que ella había salido de un tubo clavado en medio de la tierra y que sus padres la habían tomado del suelo, la habían asimilado, alimentado, criado, visto crecer y ahora, solo ahora, tras el polvo del tiempo que levantó algún vehículo en la carretera y del que ellos no vieron sino el despojo entre la arena volátil, se daban cuenta de que esta no podía ser su hija. Era imposible. La madre había sentido la gordura del embarazo y el desgarramiento del parto y el padre bien había sufrido su pobre orgasmo en esa noche de luna en la que el sexo había dejado de ser monótono y cansado para ella, Isabel María Trasca de Itúrbide, porque planeaba un hijo, a despecho de su quietud de tronco en la cópula, y para él había sido lo mismo (quizá lo habrá agitado la duda del sustento del pequeñuelo y nada más), ya que, si el sexo era monótono o no, a Carlos Itúrbide no podría importarle menos —y, además, nunca lo sería realmente sino hasta el día de su primera impotencia, puesto que todo marchaba a pedir de boca si él lograba eyacular.
Mariana pudo conservar algo de calma, digamos que media calma o una calma a medias. Por un lado, este era el lado positivo, no tenían con qué amenazarla, no podían probar ninguna cosa, decían, aseguraban ciegamente, que ella sufría de alguna “condición” (así le llamaba su padre mientras la madre, débil, cansada, meditabundos los ojos tristes, callaba y prefería no comentar—pero Mariana sabía que ella también sospechaba que algún mal se hubiera metido en la sangre y en el cuerpo de su pequeño angelito).
Por otro lado, y a este, por su oscuridad y su tendencia al engaño y al miedo, lo llamaremos el lado siniestro, le molestaba que hicieran todo lo posible por tratar de convencerla a ella, a ella misma, a quien tenía consciencia plena de sus actos, de que era una persona loca, una alienada de cualquier especie (la especie es lo de menos, lo que importa es que la niña está loca, mujer, ¡es lo que importa!). Parecía que actuaran así para convencerse a ellos mismos, ante las negativas sucesivas de su hija, de médicos, de profesores (y eso que a veces estos últimos eran aun peores: en un comienzo, era una conjetura plausible, podrían haber sido ellos quienes avisaran a Carlos de la “condición” lunática de su hija— ante esas palabras, el hombre supersticioso se rompía la cabeza imaginando que fue el hecho de que fuera concebida en noche de luna en el pasado lo que causaba ese mal licantrópico en el momento presente).
Afortunadamente, habían fallado en sus intentos de convencimiento. El psicoanalista que la forzaron a visitar era, menos mal o, por lo menos en apariencia, una persona seria, que no se ocupaba de las locuras propias de la familia Itúrbide, locuras que llevaban a pensar a esos padres que su hija tenía algún problema mental, solo por el hecho de vestirse de negro, de exagerar en maquillajes oscuros, de escuchar música que sonaba como salida de las bocas del mismísimo diablo en el mismísimo infierno. El hecho que podría resultar preocupante en alguna medida era la tendencia suicida de Mariana Itúrbide, quien no imaginaba, ni de lejos, que el doctor no tuviera otra opinión de ella que la de una joven mujerzuela de senos bastante grandes y firmes, apretujadas las piernas generosas en minifaldas y mallas y que, al verla, sentía solamente una necesidad golosa de poseerla y, si hubiera podido de hecho poseerla, la habría agobiado de cachetadas en el acto, porque la creía estúpida, inferior, maldita niñita lerda, puta, puta, puta… Ella, inocentemente, pensaba que él era el único que estaba de su lado, el único que no era seducido por los billetes fáciles que ofrecían sus padres para hacer que se aprobase toda clase de voliciones y noliciones, veleidades y caprichos que surgieran de su mente, el poder de la plata…
Pero ese doctor tomaba a la familia entera como a una caterva de imbéciles, de nuevos ricos que, a sus ojos de distinguido profesional de la salud mental, no eran más que obreros y capataces subidos de humos a los que, de un día para otro, se les había abultado la faltriquera de billetes, por quién sabe qué razón de seguro loterías, apuestas, dados, aguardiente o tejo, ¿qué más se puede esperar de este populacho? y que ahora venían con su saber de pueblo a convencerlo a Él, al grandilocuente Eugenio Abolengo, de que esa putica tenía ¡dizque serios problemas mentales! ¡Qué iba a tener nada! ¡Era imbécil, nomás!
* * *
Se decía pues que Mariana Itúrbide sufría de una peculiar condición, ignorando la opinión odiosa del doctor Abolengo y la de los curas y las monjitas, quienes ya habían olvidado las antiguas propensiones de la iglesia hacia el exorcismo y se habían librado a batallas más contemporáneas y de mayor facilidad e importancia para los hombres de aquí abajo. Batallas, decíamos, más contemporáneas, aunque quizás no menos medievales, como la aguerrida justa contra el aborto, contra la homosexualidad, contra la unión libre, contra la contracepción y demás insultos a la moral cristiana. El condón, bien es sabido en los altos círculos de la cristiandad, es el peor de los males de nuestros días pues, ¿qué hay más aterrador que un colgandejo encapuchado que no permite que los hombres cumplan su deber divino de llevar a cabo la sobrepoblación de la tierra?
No obstante, la vieja Inés, la loca del barrio si así quisiéramos ponerlo, había insistido, al ver pasar a la niña en sus minifaldas negras y sus colores de muerte, que eran causas demoníacas la que la llevaban a ese comportamiento: solo la pureza del convento la salvaría ¡de las llamas injuriosas del infierno y de la condena segura del Juicio Final!
“¡El único negro bueno es el del hábito de las hermanitas del Señor!”
En una de sus reuniones con el Dr. Eugenio, Mariana descubrió grandes verdades sobre el inconsciente, la libido, el instinto sexual y las urgencias que debían ser satisfechas para que no estallasen terriblemente, con daños peores de los que se hubiera podido prever. Las citas se habían convertido en amenos conversatorios, cada vez menos relacionados con los problemas mentales de la joven y, más que nada, asociados cada vez más con las cuestiones de su madurez sexual, sus expectativas, sus atracciones físicas, sus necesidades… Todo se camuflaba en un supuesto interés médico, en averiguaciones pervertidas del viejo burgués, quien solo buscaba variaciones mozartianas para abrirse camino hacia su cama. Ambos estaban de acuerdo en que doña Isabel y don Carlos están exagerando, evidentemente tú no tienes ningún problema mental, excepto ser estúpida, por supuesto (esto último lo pensaba y hablaba únicamente lo que pudiera satisfacer a la muchacha), y supongo que pronto nos daremos un revolcón, ¿no, putica sabrosa?, yo sé que no estás loca, son cosas de la juventud, niñita estúpida… eres otra más de esas
Mariana todavía no se daba cuenta de los atrevidos lances del caballero calvo y seguía asistiendo a las citas “médicas” con gran avidez de conocimiento, esperando el té con que la agasajaba (y que el doctor anhelaba cambiar en el futuro por copiosos vasos de whiksey o de cerveza, tiquetes de primera clase para ese viajecito), porque, a decir verdad, doctor Abolengo, usted es muy leído.
—Pero trátame de tú, Marianita y quítame ese don que me hace sentir arrugado, fofo y ochentón. Dime Eugenio, ¿o es que acaso no somos amigos?
—Pues sí, doctor, pero yo lo respeto mucho y no quiero que piense que…
—No no no no…. —interrumpió el otro— ¿Cómo así? Si yo te lo estoy pidiendo. No tienes de qué preocuparte, que yo no voy a pensar nada malo de ti.
—Ay… No sea así conmigo… Bueno, ahorita mejor no hablemos de eso. Como le iba diciendo —el psicoanalista frunció el ceño al ver frustrado su primer ataque (se alejaba de sus dedos la desnudez brillosa del cuerpo, permanecía oculta la pectopulencia de la niña entre las malditas ropas)— mi mamá está como más calmada y espero que a mi papá se le esté pegando esa calmita, porque yo no aguanto más. Él sigue insistiendo y quiere que usted me formule alguna pepa para calmarme.
Me tocó hablar con ciertos señores trajeados de corbatín y pesados de burocracia de, pongámoslo así, alto turmequé, solamente para que me permitieran mostrarles este íncipit, pero más allá, según ellos por el bien de la editorial y de mi propio triunfo (¿ellos qué saben? de algo debe servir este blog, ¿no creen?, quizás pueda permitir mayor difusión de los escritos y sus autores), nada puede hacerse.
Espero, pues, que disfruten lo que aquí he logrado rescatar para ustedes de mis propios escritos, para lo cual, nótese bien, tuve que enfrentarme a una serie de puertas casi tan eterna que me sentí en un relato de Kafka.
LA CASA NEGRA
LOCA
Mariana abrió los ojos esa mañana con cierta pesadez en los párpados. Aún no creía, aún no la dejaba tranquila la idea de que sus padres la vieran como a un ser huraño y demencial, como a una completa loca que habitaba bajo su techo. Era como si fuera hija de otros padres, ni siquiera el producto de la infidelidad de la madre con el lechero que, en este caso, debería ser un lechero loco (¿quién se atreverá a relacionar su enfermedad con la de las vacas, tan similar de nombre?). Todo indicaba que ella había salido de un tubo clavado en medio de la tierra y que sus padres la habían tomado del suelo, la habían asimilado, alimentado, criado, visto crecer y ahora, solo ahora, tras el polvo del tiempo que levantó algún vehículo en la carretera y del que ellos no vieron sino el despojo entre la arena volátil, se daban cuenta de que esta no podía ser su hija. Era imposible. La madre había sentido la gordura del embarazo y el desgarramiento del parto y el padre bien había sufrido su pobre orgasmo en esa noche de luna en la que el sexo había dejado de ser monótono y cansado para ella, Isabel María Trasca de Itúrbide, porque planeaba un hijo, a despecho de su quietud de tronco en la cópula, y para él había sido lo mismo (quizá lo habrá agitado la duda del sustento del pequeñuelo y nada más), ya que, si el sexo era monótono o no, a Carlos Itúrbide no podría importarle menos —y, además, nunca lo sería realmente sino hasta el día de su primera impotencia, puesto que todo marchaba a pedir de boca si él lograba eyacular.
Mariana pudo conservar algo de calma, digamos que media calma o una calma a medias. Por un lado, este era el lado positivo, no tenían con qué amenazarla, no podían probar ninguna cosa, decían, aseguraban ciegamente, que ella sufría de alguna “condición” (así le llamaba su padre mientras la madre, débil, cansada, meditabundos los ojos tristes, callaba y prefería no comentar—pero Mariana sabía que ella también sospechaba que algún mal se hubiera metido en la sangre y en el cuerpo de su pequeño angelito).
Por otro lado, y a este, por su oscuridad y su tendencia al engaño y al miedo, lo llamaremos el lado siniestro, le molestaba que hicieran todo lo posible por tratar de convencerla a ella, a ella misma, a quien tenía consciencia plena de sus actos, de que era una persona loca, una alienada de cualquier especie (la especie es lo de menos, lo que importa es que la niña está loca, mujer, ¡es lo que importa!). Parecía que actuaran así para convencerse a ellos mismos, ante las negativas sucesivas de su hija, de médicos, de profesores (y eso que a veces estos últimos eran aun peores: en un comienzo, era una conjetura plausible, podrían haber sido ellos quienes avisaran a Carlos de la “condición” lunática de su hija— ante esas palabras, el hombre supersticioso se rompía la cabeza imaginando que fue el hecho de que fuera concebida en noche de luna en el pasado lo que causaba ese mal licantrópico en el momento presente).
Afortunadamente, habían fallado en sus intentos de convencimiento. El psicoanalista que la forzaron a visitar era, menos mal o, por lo menos en apariencia, una persona seria, que no se ocupaba de las locuras propias de la familia Itúrbide, locuras que llevaban a pensar a esos padres que su hija tenía algún problema mental, solo por el hecho de vestirse de negro, de exagerar en maquillajes oscuros, de escuchar música que sonaba como salida de las bocas del mismísimo diablo en el mismísimo infierno. El hecho que podría resultar preocupante en alguna medida era la tendencia suicida de Mariana Itúrbide, quien no imaginaba, ni de lejos, que el doctor no tuviera otra opinión de ella que la de una joven mujerzuela de senos bastante grandes y firmes, apretujadas las piernas generosas en minifaldas y mallas y que, al verla, sentía solamente una necesidad golosa de poseerla y, si hubiera podido de hecho poseerla, la habría agobiado de cachetadas en el acto, porque la creía estúpida, inferior, maldita niñita lerda, puta, puta, puta… Ella, inocentemente, pensaba que él era el único que estaba de su lado, el único que no era seducido por los billetes fáciles que ofrecían sus padres para hacer que se aprobase toda clase de voliciones y noliciones, veleidades y caprichos que surgieran de su mente, el poder de la plata…
Pero ese doctor tomaba a la familia entera como a una caterva de imbéciles, de nuevos ricos que, a sus ojos de distinguido profesional de la salud mental, no eran más que obreros y capataces subidos de humos a los que, de un día para otro, se les había abultado la faltriquera de billetes, por quién sabe qué razón de seguro loterías, apuestas, dados, aguardiente o tejo, ¿qué más se puede esperar de este populacho? y que ahora venían con su saber de pueblo a convencerlo a Él, al grandilocuente Eugenio Abolengo, de que esa putica tenía ¡dizque serios problemas mentales! ¡Qué iba a tener nada! ¡Era imbécil, nomás!
* * *
Se decía pues que Mariana Itúrbide sufría de una peculiar condición, ignorando la opinión odiosa del doctor Abolengo y la de los curas y las monjitas, quienes ya habían olvidado las antiguas propensiones de la iglesia hacia el exorcismo y se habían librado a batallas más contemporáneas y de mayor facilidad e importancia para los hombres de aquí abajo. Batallas, decíamos, más contemporáneas, aunque quizás no menos medievales, como la aguerrida justa contra el aborto, contra la homosexualidad, contra la unión libre, contra la contracepción y demás insultos a la moral cristiana. El condón, bien es sabido en los altos círculos de la cristiandad, es el peor de los males de nuestros días pues, ¿qué hay más aterrador que un colgandejo encapuchado que no permite que los hombres cumplan su deber divino de llevar a cabo la sobrepoblación de la tierra?
No obstante, la vieja Inés, la loca del barrio si así quisiéramos ponerlo, había insistido, al ver pasar a la niña en sus minifaldas negras y sus colores de muerte, que eran causas demoníacas la que la llevaban a ese comportamiento: solo la pureza del convento la salvaría ¡de las llamas injuriosas del infierno y de la condena segura del Juicio Final!
“¡El único negro bueno es el del hábito de las hermanitas del Señor!”
En una de sus reuniones con el Dr. Eugenio, Mariana descubrió grandes verdades sobre el inconsciente, la libido, el instinto sexual y las urgencias que debían ser satisfechas para que no estallasen terriblemente, con daños peores de los que se hubiera podido prever. Las citas se habían convertido en amenos conversatorios, cada vez menos relacionados con los problemas mentales de la joven y, más que nada, asociados cada vez más con las cuestiones de su madurez sexual, sus expectativas, sus atracciones físicas, sus necesidades… Todo se camuflaba en un supuesto interés médico, en averiguaciones pervertidas del viejo burgués, quien solo buscaba variaciones mozartianas para abrirse camino hacia su cama. Ambos estaban de acuerdo en que doña Isabel y don Carlos están exagerando, evidentemente tú no tienes ningún problema mental, excepto ser estúpida, por supuesto (esto último lo pensaba y hablaba únicamente lo que pudiera satisfacer a la muchacha), y supongo que pronto nos daremos un revolcón, ¿no, putica sabrosa?, yo sé que no estás loca, son cosas de la juventud, niñita estúpida… eres otra más de esas
Mariana todavía no se daba cuenta de los atrevidos lances del caballero calvo y seguía asistiendo a las citas “médicas” con gran avidez de conocimiento, esperando el té con que la agasajaba (y que el doctor anhelaba cambiar en el futuro por copiosos vasos de whiksey o de cerveza, tiquetes de primera clase para ese viajecito), porque, a decir verdad, doctor Abolengo, usted es muy leído.
—Pero trátame de tú, Marianita y quítame ese don que me hace sentir arrugado, fofo y ochentón. Dime Eugenio, ¿o es que acaso no somos amigos?
—Pues sí, doctor, pero yo lo respeto mucho y no quiero que piense que…
—No no no no…. —interrumpió el otro— ¿Cómo así? Si yo te lo estoy pidiendo. No tienes de qué preocuparte, que yo no voy a pensar nada malo de ti.
—Ay… No sea así conmigo… Bueno, ahorita mejor no hablemos de eso. Como le iba diciendo —el psicoanalista frunció el ceño al ver frustrado su primer ataque (se alejaba de sus dedos la desnudez brillosa del cuerpo, permanecía oculta la pectopulencia de la niña entre las malditas ropas)— mi mamá está como más calmada y espero que a mi papá se le esté pegando esa calmita, porque yo no aguanto más. Él sigue insistiendo y quiere que usted me formule alguna pepa para calmarme.
Dos poemas
Este par de poemas fueron publicados el año pasado en El arquetipo de las cosas.
DAWN
Son quizá las cuatro.
El sol no se ha atrevido.
Yo tampoco.
Descanso,
un lápiz mirado dos en la mano derecha,
un papel bajo la izquierda,
tú en el recóndito escondrijo que forjaste en mi cerebro.
Tú, yaciente del sueño en tu
cama,
yaciente de muerte de amor
en la mía
y sin piedad yo,
que morí en la tuya,
que nunca la tuve y
yo,
sin ti,
con una sonrisa ausente dibujada en los labios.
1999
El cuarto cantar de la locura
Me duele no ser loco,
Aunque el loco sufra.
Pero, ¿quién no sufre?
Así que, después de todo, la cuestión entera es vana.
A veces, de noche,
cuando miro la luna con nostalgia
—nostalgia errada porque nunca he ido
a la luna
(o acaso es que yo creo ser el único testigo vivo
de ese ayer en que se desprendió de la tierra)—
Digo que a veces la miro de noche.
Me duele entonces que ese símbolo
De la demencia
No acolite mis maldades propias.
Quisiera ser demente
por un día al menos
Pero completamente.
(Aunque quizá yo ya esté loco.)
2001
DAWN
Son quizá las cuatro.
El sol no se ha atrevido.
Yo tampoco.
Descanso,
un lápiz mirado dos en la mano derecha,
un papel bajo la izquierda,
tú en el recóndito escondrijo que forjaste en mi cerebro.
Tú, yaciente del sueño en tu
cama,
yaciente de muerte de amor
en la mía
y sin piedad yo,
que morí en la tuya,
que nunca la tuve y
yo,
sin ti,
con una sonrisa ausente dibujada en los labios.
1999
El cuarto cantar de la locura
Me duele no ser loco,
Aunque el loco sufra.
Pero, ¿quién no sufre?
Así que, después de todo, la cuestión entera es vana.
A veces, de noche,
cuando miro la luna con nostalgia
—nostalgia errada porque nunca he ido
a la luna
(o acaso es que yo creo ser el único testigo vivo
de ese ayer en que se desprendió de la tierra)—
Digo que a veces la miro de noche.
Me duele entonces que ese símbolo
De la demencia
No acolite mis maldades propias.
Quisiera ser demente
por un día al menos
Pero completamente.
(Aunque quizá yo ya esté loco.)
2001
Thursday, August 17, 2006
"La casa negra"
Entre hoy y mañana publicaré el primer capítulo de mi novela La casa negra, titulado "LOCA."
Esta novela fue un trabajo rápido, salió de mi inspiración de repente y permanecí inspirado durante los seis meses que me tomó acabarlo. Había pasado por un período de sequía creativa poco antes y casi estaba al borde del desespero. Fue, como casi siempre, una caminata por la ciudad la que me reveló historias. A veces me da miedo escribir historias de las culturas musicales de la calle, tanto por mi ignorancia en aquellos temas, como por la posible caída en ridículo que puede llevar a un escritor cuando demuestra que es, sin lugar a dudas, un ignorante de su propia escritura.
Yo todavía me considero un escritor en ascenso en este campo de la creación, no voy a darme ínfulas de experto literato, de segundo García Márquez, de Rulfo renacido, de William Ospina, del Grandioso Borges…
Así que, sin más cavilaciones, los dejo a todos con una despedida amable (chao) y con el anuncio de la publicación de ese primer capítulo de La casa negra.
Esta novela fue un trabajo rápido, salió de mi inspiración de repente y permanecí inspirado durante los seis meses que me tomó acabarlo. Había pasado por un período de sequía creativa poco antes y casi estaba al borde del desespero. Fue, como casi siempre, una caminata por la ciudad la que me reveló historias. A veces me da miedo escribir historias de las culturas musicales de la calle, tanto por mi ignorancia en aquellos temas, como por la posible caída en ridículo que puede llevar a un escritor cuando demuestra que es, sin lugar a dudas, un ignorante de su propia escritura.
Yo todavía me considero un escritor en ascenso en este campo de la creación, no voy a darme ínfulas de experto literato, de segundo García Márquez, de Rulfo renacido, de William Ospina, del Grandioso Borges…
Así que, sin más cavilaciones, los dejo a todos con una despedida amable (chao) y con el anuncio de la publicación de ese primer capítulo de La casa negra.
La foto
Alguien me pidió que publicase una foto aquí. Yo no es que sea un tipo muy vanidoso ni que me encante ver mi foto en internet, por todos lados. No. Por supuesto que no. Pero admitamos que le haría bien a la presentación de este blog un poco más de personalidad humana.
Me siento bien porque, en un solo día (y, sospechosa y agradablemente a horas cercanas), ya haya tenido tantas respuestas tan agradables.
Bueno, aquí va mi foto para Mariakablu... Es bastante colorida... Espero que deje de estar tan "apagadongo" como dices.
Me siento bien porque, en un solo día (y, sospechosa y agradablemente a horas cercanas), ya haya tenido tantas respuestas tan agradables.
Bueno, aquí va mi foto para Mariakablu... Es bastante colorida... Espero que deje de estar tan "apagadongo" como dices.

Herradura
Herradura
Como herreros de piedra,
forjaron nuevas selvas y sabanas,
hechas de lodo y de paja,
en el húmedo camino de las ranas.
Se levantaron al abrigo de la luna a herir la piedra,
y supuró, regó gentil, sangre dorada.
Crujieron los pastos secos bajo el hollar de los centauros.
Luego un fulgor de luna
atravesó la espada
y el filo se tiñó de rojo en la alborada.
Los peldaños del monte
escaló la lumbrosa salamandra.
La piedra se perdía entre el bosque
y la hiedra la besaba.
La noche se llenó de fuego:
entre las brumas oscuras.
Aún eran negras las montañas.
Refulgió a lo lejos el volcán,
y se encendió la bestia dragontina
y se incendió la selva, como una nube arrebolada.
El río les trajo el oro
y el caballo les escupió la muerte
reflejada en las casacas.
* * *
Del grito del centauro
surgió una ciudadela atormentada,
la tierra misma la grabó en la tierra,
ella se irguió del suelo como erguida de la nada.
Eduardo Roca, 2004
Como herreros de piedra,
forjaron nuevas selvas y sabanas,
hechas de lodo y de paja,
en el húmedo camino de las ranas.
Se levantaron al abrigo de la luna a herir la piedra,
y supuró, regó gentil, sangre dorada.
Crujieron los pastos secos bajo el hollar de los centauros.
Luego un fulgor de luna
atravesó la espada
y el filo se tiñó de rojo en la alborada.
Los peldaños del monte
escaló la lumbrosa salamandra.
La piedra se perdía entre el bosque
y la hiedra la besaba.
La noche se llenó de fuego:
entre las brumas oscuras.
Aún eran negras las montañas.
Refulgió a lo lejos el volcán,
y se encendió la bestia dragontina
y se incendió la selva, como una nube arrebolada.
El río les trajo el oro
y el caballo les escupió la muerte
reflejada en las casacas.
* * *
Del grito del centauro
surgió una ciudadela atormentada,
la tierra misma la grabó en la tierra,
ella se irguió del suelo como erguida de la nada.
Eduardo Roca, 2004
Errare humanum est...
Como verán, me di a ciertos pensamientos, empecé a reflexionar un poco acerca de la dirección que estaba tomando el blog y lo borré. A veces hay que empezar todo de nuevo. Bueno, lo borré y lo cambié de dominio porque ya estaba mamado del otro hosting. El diseño de Blogger me gustó más y me pareció mucho más práctico.
Voy a dedicar esta primera entrada al señor Borges, ya sabrán ustedes hasta qué punto admiro a don Jorge Luis. Hablando de esto, la próxima semana tendrá lugar, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, una conferencia sobre el escritor argentino. Creo que se llama "Borges: Realidad y mito" o algo parecido.
Publicaré, poco a poco, algunos de mis poemas (sin ser demasiado descarado con mis derechos de autor, porque algo debo sacar de mis regalías). Quizás los primeros serán esos tan idiosincrásicos de Nueve de abril (1994), que desbordan de mi amor por la ciudad natal y que, sin embargo, algo tienen de eterna añoranza, de nostalgia sin fin--mejor dicho: en ningún lado estamos en casa. Y tal vez sea así porque la tierra es tan diferente de nosotros. Probablemente a eso debemos la frase "polvo eres y en polvo te convertirás", la existencia de terratenientes como Pedro Páramo y nuestras tumbas cavadas en el suelo polvoroso.
Este poema, pues, es uno de mis favoritos y es el que le dio el nombre al blog que ven aquí (y de paso a mi libro más reciente: El arquetipo de las cosas, 2005).
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'
'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
Jorge Luis Borges - 1958
Voy a dedicar esta primera entrada al señor Borges, ya sabrán ustedes hasta qué punto admiro a don Jorge Luis. Hablando de esto, la próxima semana tendrá lugar, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, una conferencia sobre el escritor argentino. Creo que se llama "Borges: Realidad y mito" o algo parecido.
Publicaré, poco a poco, algunos de mis poemas (sin ser demasiado descarado con mis derechos de autor, porque algo debo sacar de mis regalías). Quizás los primeros serán esos tan idiosincrásicos de Nueve de abril (1994), que desbordan de mi amor por la ciudad natal y que, sin embargo, algo tienen de eterna añoranza, de nostalgia sin fin--mejor dicho: en ningún lado estamos en casa. Y tal vez sea así porque la tierra es tan diferente de nosotros. Probablemente a eso debemos la frase "polvo eres y en polvo te convertirás", la existencia de terratenientes como Pedro Páramo y nuestras tumbas cavadas en el suelo polvoroso.
Este poema, pues, es uno de mis favoritos y es el que le dio el nombre al blog que ven aquí (y de paso a mi libro más reciente: El arquetipo de las cosas, 2005).
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'
'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
Jorge Luis Borges - 1958